martes, 19 de junio de 2007

VIVIO EN LA SENDA PELIGROSA


Vivió en la senda peligrosa
David Charles Spurgeon
La Senda Peligros
hasta que...

Afuera aún estaba oscuro a las 6:00 a.m., el 30 de octubre de 1990, cuando un grupo numeroso de hombres armados, con rifles M-16, silenciosa y cautelosamente rodearon mi casa. De pronto me despertó el sonido de fuertes y repetidos golpes contra una casa. Salté de la cama y corrí hacia la ventana para ver de dónde venía el ruido. Al abrir las cortinas, vi hombres armados por doquier y varios me apuntaban. Entonces gritaron: “¡Quieto! ¡No se mueva y levante las manos! ¡Es la policía!” Ese fue el inicio de una serie de eventos que literalmente transformarían mi vida, de motociclista y criminal, a cristiano.
Nací en Lawrenceburg, Tennessee, E.U.A., en 1953. Mi padre se trasladó al norte del país en busca de trabajo, estableciéndose en una comunidad agrícola en las afueras de Toledo, Ohio. Él trabajaba arduamente, de 40 a 80 horas semanales, y mi madre atendía el hogar. Asistíamos a la iglesia cada semana y yo participaba en las actividades juveniles; sin embargo, nunca me explicaron el plan de salvación. Al cumplir 16 años, me sentí feliz cuando obtuve mi licencia de conductor y me escapé del campo para contemplar las “luces brillantes” de la ciudad. Fue entonces cuando se manifestó la rebeldía en mi vida. Comencé a tomar cerveza, buscando el estupor y la sensación de placer que me hacían olvidar toda preocupación. A menudo discutía con mi padre por mi pelo largo y porque yo no deseaba buscar un empleo estable. Mi conducta era sumamente rebelde e irresponsable.
En 1971 ingresé al ejército de los E.U.A. para probar que podía lograr algo en la vida. Me especialicé en armas ligeras; luego entré a la escuela de aviación y saltaba de aviones simplemente para demostrar mi fortaleza. Iba a fiestas y pasaba el tiempo con los que sabían “gozar de la vida”, bebiendo cerveza y fumando mariguana, creyendo que estaba divirtiéndome y disfrutando de la “euforia”. Después de dejar honrosamente el ejército en agosto de 1974, viajé por el país durante seis meses.
Después volví a Ohio para establecerme allí y, en febrero de 1975, se cumplió uno de mis mayores sueños: me convertí en el orgulloso propietario de una motocicleta Harley-Davidson. Obsesionado para aprender más acerca de las Harleys, trabajaba en tiendas y talleres de motocicletas. Una mañana, en abril de 1975, después de ir a una fiesta y beber, salí del bar totalmente borracho y me dirigí a casa en mi Harley. Iba casi a 137 kilómetros por hora cuando, después de golpear algo en el camino, caí con la motocicleta. Ésta quedó destruida aunque yo salí ileso. Un amigo me permitió usar su taller para reparar la motocicleta. Mientras la reconstruía, aprendí mucho de mecánica, y me gané la reputación de hacer trabajos al gusto del cliente.
Aunque apreciaba la soledad, me reunía con otros motociclistas; juntos bebíamos, peleábamos y conducíamos nuestras Harleys. En octubre de 1975, persuadido por mis amigos, me uní por primera vez a un club de motociclistas. Era un pequeño club local basado en la fraternidad. En 1978 conocí a algunos miembros de un club nacional; después de pasar un tiempo con ellos, y probarles que era suficientemente “malo”, me aceptaron como miembro.
En el estilo de vida como motociclista había aspectos sombríos, incluyendo numerosos funerales. La muerte de uno de mis mejores amigos es un buen ejemplo. Una mañana, muy temprano, un amigo y yo salimos de un bar con dos muchachas para dar un paseo “loco” en mi Camaro. Mi mejor amigo nos seguía en su motocicleta. Cuando nos detuvimos ante un semáforo para que se bajaran las jóvenes, mi amigo se adelantó. Lo perdimos de vista cuando entró al callejón que había detrás de mi casa. Al dar la vuelta en la esquina, vimos la motocicleta destrozada en el callejón y a mi amigo estrellado contra la cerca; evidentemente había perdido control de la motocicleta. Corrimos a su lado y, al ver que no estaba respirando, puse mi brazo bajo su cuerpo para enderezarlo y darle respiración artificial. Cuando retiré mi brazo, estaba cubierto de sangre, la cual parecía relucir bajo la débil luz de la calle. Una pandilla rival le había disparado. Si no nos hubiéramos detenido frente a ese semáforo, yo habría sido el primero en entrar al callejón. ¡Esas balas eran para mí! Otras “causas naturales” de muerte (según nuestras normas) eran tiroteos, puñaladas, accidentes de motocicleta, y sobredosis de alcohol y drogas.
Después de seguir este estilo de vida durante nueve años, llegué a ser funcionario nacional en el club. Tenía alrededor de 35 años de edad, y había progresado de tal forma que poseía todo lo que quería: oro, Harleys, automóviles, camionetas, un auto rodante, Corvettes. Todo lo conseguía sin dificultad. Hacia 1990 me sentía sumamente insatisfecho con mi vida, pero no conocía otra forma de vivir, ni cómo cambiar. Para escapar de la realidad, bebía y me drogaba con más frecuencia. Al fin de cuentas, era un estilo de vida en el que pocos llegaban a la vejez; muchos de mis amigos habían muerto o estaban en la cárcel. El whisky y la cocaína eran mis amigos. A la cocaína la llamábamos “la caspa del diablo”. Puesto que en la vida de pecado no existe esperanza alguna, las peleas y borracheras eran eventos diarios.
Esa mañana en Dayton, Ohio, parado cerca de la ventana de mi dormitorio con las manos en alto, me di cuenta de que el fuerte sonido que me había despertado era de un ariete; con él habían arrancado la puerta de mi casa. Unos 15 policías y agentes de la FBI, ATF y DEA entraron rápidamente a mi casa. ¡Todo el alfabeto estaba allí! Usando cascos y equipo de protección para el cuerpo, y cargando rifles M-16, subieron de prisa por las escaleras, protegidos por grandes escudos. De inmediato me esposaron y me llevaron al primer piso, mientras los agentes realizaban una búsqueda por toda la casa. Encontraron armas por todas partes, incluyendo una metralleta y una caja donde había una bolsa con cocaína. Me arrestaron y encarcelaron sin derecho a salir bajo fianza. Enfrentaba sentencias de 30 años obligatorios por poseer la metralleta, cinco años obligatorios por las otras pistolas, y dos años por la cocaína. Lo que empezó como “diversión” resultó tener un alto precio.
Un día, en mi celda, vi que otro hombre con antecedentes similares a los míos leía la Biblia. Él me invitó para que, el 4 de noviembre, asistiera a un culto dirigido por dos hombres de la Iglesia Bautista Caridad. Allí escuché una predicación bíblica acerca del lugar llamado infierno. Yo siempre había pensado que no le temía a nada, pero ese mensaje me aterró. Cuando dijeron que el infierno era un lugar de tormento, y que yo mismo podía leerlo en la Biblia, no me gustó el mensaje pero aprecié la verdad. Con la experiencia que tenía como ladrón y estafador, no iba a dejarme engañar por dos tipos religiosos. Sin embargo, en su mensaje ese día hubo algo que me hizo volver al culto que celebraron el 11 de noviembre. Yo sufría de parálisis de Bell (parálisis total del lado derecho de la cara) y no podía enfocar bien mi ojo derecho, así que pedí una Biblia con letra grande. Cuando la recibí, empecé a leerla con entusiasmo, anhelando la paz que podía encontrar en ella.
Unos días después, mi abogado me informó del trato que me estaban ofreciendo. Puesto que yo no tenía antecedentes criminales, el Ministro de Justicia de los E.U.A. estaba dispuesto a retirar los cargos por el arma automática, siempre y cuando me declarara culpable del cargo por las pistolas, con la sentencia de cinco años obligatorios, y del cargo por la cocaína, con la sentencia de dos años obligatorios. Todavía no podía salir bajo fianza, pero ahora enfrentaba siete años de cárcel en vez de 37, lo cual me daba cierta esperanza de empezar de nuevo cuando quedara en libertad.
Anhelando paz en mi alma, continué leyendo la Biblia. Una mañana estaba leyéndola cuando, por el pequeño radio que tenía, anunciaron el día y la hora —5:00 a.m., 30 de noviembre de 1990. No pude controlar las lágrimas al recordar que ese día, hacía diez años, habían matado a mi amigo en el callejón detrás de mi casa. Debido a mi influencia, había abandonado su empleo y a su familia para unirse al club de motociclistas. Él estaba muerto y en el infierno por haberme seguido. Con lágrimas aún, y las manos temblorosas, le pedí a Jesucristo que viniera a mi corazón y tomara el control de mi vida. Me rendí al Señor por completo y Él me salvó. Esa mañana experimenté una sensación que nunca me ha abandonado. Jesucristo me dio la paz que tanto había ansiado. Todavía me encontraba en la cárcel sin derecho a fianza, y debía cumplir mi sentencia. Pero, desde ese momento quedé libre. Estaba libre de los lazos del pecado que me habían esclavizado por tantos años. Sintiendo una paz que jamás había experimentado en mi vida, escribí una carta a mis padres contándoles de mi conversión. Tom Gresham (de la Iglesia Bautista Caridad) fue a visitarme. Me dio una lista de versículos que debía leer, y me ayudó a establecer un programa de estudio para que aprendiera más de la Biblia. A la semana siguiente me otorgaron una tercera audición concerniente a la libertad bajo fianza. Mi abogado no creía que hubiera posibilidad alguna para mí, pero por alguna razón yo pensaba lo contrario. El señor Gresham me había dicho que la gente de la iglesia estaba orando por mí; yo no comprendía por qué esas personas que nunca había conocido estaban orando por mí, pero sabía que ahora algo había cambiado. Contra todas las probabilidades, el 21 de diciembre de 1990 el juez me concedió el derecho a fianza. Algunos policías le comentaron a mi abogado que, en toda la historia de ese territorio federal, yo era la primera persona a la que le habían otorgado derecho a fianza después de negársela dos veces. Le doy toda la gloria al Señor.
El 23 de diciembre de 1990 fui a la iglesia para agradecer a la gente que había orado por mí; me recibieron con tanta bondad y amor que seguí asistiendo. El 6 de enero de 1991 fui bautizado para hacer una declaración pública de mi fe.
Cuando llegó la fecha en que sería sentenciado, el 22 de noviembre de 1991, estaba preparado —hasta donde eso era posible— para que me enviaran a una penitenciaría federal por cinco a siete años. Estaba muy agradecido por todo lo que Dios había hecho por mí. Me había dado una nueva familia en Cristo y, lo más importante, había salvado mi alma y ya no tendría que ir al infierno. En la Corte de Distrito de los E.U.A., ante el juez Walter H. Rice, y con unos 70 miembros de la Iglesia Bautista Caridad, comparecí para responder por mi vida pasada. Yo era un nuevo hombre, pero aún debía pagar por los crímenes del viejo hombre. El juez Rice declaró que había recibido casi 100 cartas y que me conocía por el informe de la libertad condicional. Dijo: “Usted no parece ser el mismo hombre que compareció ante mí hace un año”, y me pidió que le explicara qué había ocurrido dentro de mí. Así me dio la oportunidad de testificar de la salvación que había recibido por medio de Jesucristo, y de la forma en que Él me había transformado. En 2 Corintios 5:17 la Biblia dice: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. El juez primeramente declaró que el cambio en mi vida era tan extraordinario y tan singular que, evidentemente, no había sido tomado en cuenta por los que se habían encargado de mi sentencia y la habían redactado. Luego, el juez Rice separó las dos acusaciones, sentenciándome a cinco años de libertad condicional por el cargo relacionado con las drogas, con seis meses de arresto domiciliario y 200 horas anuales de servicio a la comunidad. En el Sexto Distrito de los Estados Unidos nunca se había presenciado tal procedimiento para sentenciar. Una vez más, toda la gloria le pertenece al Señor.
Agradezco a todos los que oraron por mí, y agradezco al Señor Jesucristo por darme una segunda oportunidad. Muchas personas que seguían el mismo estilo de vida que escogí murieron en su pecado, sin salvación. Fui sumamente afortunado porque alguien se acercó a mí y me entregó el evangelio de Cristo Jesús. Alguien me dio la Biblia y aprendí que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Aprendí el famoso versículo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Dios envió a su Hijo para que yo pudiera vivir. Aprendí “que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:3-4). Leí: “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). Luego leí Romanos 10:13: “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”. Lo creí y clamé al Señor, ¡y Él me salvó! No se arriesgue a esperar, como lo hice yo. Yo no tenía garantía alguna de que viviría lo suficiente como para arrepentirme. Usted tampoco la tiene. Si está perdido, le ruego que acepte al Señor Jesucristo como su Señor y Salvador. Nunca lo lamentará.
Puesto que no sabe con certeza lo que ocurrirá mañana, pida al Señor Jesucristo que venga a su corazón y salve su alma hoy. Sólo confíe en Él y ore: “Señor Jesús, reconozco que soy pecador y merezco ir al infierno. Te ruego que perdones mis pecados; ven a mi corazón y dame la vida eterna. Creo plenamente en Ti ahora como mi Salvador. Gracias por salvar mi alma. Amén”.
Por favor, envíe este tratado a la dirección que indicamos abajo para permitirnos saber si, después de leerlo, usted ha decidido confiar en Jesucristo como su Salvador.
He aceptado ahora a Jesucristo como mi Salvador

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